Después de hacer la presentación del autor, leemos, profesores y alumnos, algunos relatos del libro en la edición de Media Vaca.¡Tenemos varios ejemplares en la biblioteca para continuar leyendo!
"Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro."
"Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las
siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de
Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico
y que cuando le dicen a uno a las siete y cuarto, lo mismo da que sean
las siete y media. Tengo un criterio amplio para todas las cosas.
Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de
la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy
liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los
demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese
punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada
esquina abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos
veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se
pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo
soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua,
si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me
había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a
una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco,
las ocho y media, y Héctor sin venir. YoTransido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:
estaba positivamente helado: me
dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el
pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más
probable es que no hubiera sucedido nada. Pero ésas son cosas del
destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de
casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos
veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto.
-¡Hola, mano!
Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba."
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